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MARÍA RAFOLS

Catalana de origen, de Vilafranca del Penedès, su aventura empieza el 28 de diciembre de 1804 en Zaragoza, a donde llega entre un grupo de doce Hermanas y doce Hermanos de la Caridad. El P. Juan Bonal los ha reunido en Barcelona para servir a los enfermos del Hospital de Nuestra Señora de Gracia, respondiendo a la llamada de la Junta que lo rige.


Viajan en carros, desde Barcelona, dejando atrás para siempre su tierra y su familia. Al atardecer de ese 28 de diciembre llegan a Zaragoza. Una primera visita al Pilar, para poner en manos de la Señora aquella nueva y arriesgada misión. Y desde allí al Hospital, aquel gran mundo del dolor donde, bajo el lema Domus Infirmorum Urbis et Orbis, Casa de los enfermos de la ciudad y del mundo, se cobijan enfermos, dementes, niños abandonados y toda suerte de desvalimientos.


Es un mundo complejo y difícil. María Ràfols, Superiora de la Hermandad femenina a sus 23 años, tiene que enfrentarse a una tarea que parece muy superior a sus fuerzas: poner orden, limpieza, respeto y, sobre todo, dedicación y cariño a aquellos seres, los más pobres y necesitados de su tiempo.


Y lo hizo muy bien. Dicen las crónicas que “con mucha prudencia y discreción”. Los Hermanos ni pudieron superar la carrera de obstáculos y a los tres años ya habían desaparecido. Las Hermanas se quedan y aumentan en número. M. Ràfols sabe sortear los escollos con prudencia, caridad incansable, y un temple heroico que ya empieza a despuntar.


Es una mujer decidida, arriesgada, valiente. Se presenta, con algunas Hermanas, a examen de flebotomía, ante la Junta en pleno, para poder practicar la operación de la sangría, tan frecuente en la medicina de su tiempo, buscando siempre el mejor servicio al enfermo. Esto, en su época y en una mujer, era algo casi inconcebible.

En los sitios de Zaragoza, durante la Guerra de la Independencia, su caridad alcanza cotas muy altas, especialmente cuando el Hospital es bombardeado e incendiado por los franceses. Entre las balas y las ruinas expone su vida para salvar a los enfermos, pide limosna para ellos y se priva de su propio alimento. Y cuando todo falta en la ciudad, se arriesga a pasar al campamento francés, para postrarse ante el Mariscal Lannes y conseguir de él, atención para los enfermos y heridos. Atiende a los prisioneros, e incluso intercede por ellos, logrando en algunos casos su libertad.

Desde 1813, Madre Ràfols aparece al frente de la Inclusa, con los niños huérfanos o sin hogar, los más pobres entre los pobres. Allí pasará prácticamente el resto de su vida, derrochando amor, entrega y ternura. Es el capítulo más largo de su vida, más escondido, pero sin duda el más bello. Será la madre atenta de aquellos niños por los que se desvive hasta su ancianidad. Su presencia se hace insustituible para lograr el buen orden y la paz en ese departamento, uno de los más difíciles y delicados del Hospital. Sigue además los pasos de los niños que se crían fuera, a cargo del mismo Hospital, o se dan en adopción, defendiéndolos y aún recogiéndolos cuando entiende que no son bien cuidados y tratados.

A M. Ràfols le alcanzan también las salpicaduras de la primera guerra carlista, con un coste de dos meses de cárcel y seis años de destierro en el Hospital de Huesca, con la Hermandad fundada en 1807, semejante a la Zaragoza, a pesar de que la sentencia del juicio la declaraba inocente. Sigue la suerte de tantos otros desterrados por las más leve sospecha o denuncia calumniosa. Pero cárcel, destierro, humillación, calumnia, sufridos con paz y sin una que ha, le hacen entrar de lleno en el grupo de los que Jesús llama dichosos: los perseguidos por causa de la justicia, los pacíficos, los misericordiosos. A su regreso, vuelve sencillamente a la Inclusa, con los niños que no saben de guerras ni odios, pero que intuyen el amor.
Muere el 30 de agosto de 1853, próxima a cumplir 72 años y 49 de Hermana de la caridad. Su muerte es un reflejo de su vida: serenidad, paz, cariño y agradecimiento a las Hermanas, entrega definitiva al Amor por quien ha vivido y se ha gastado sin reservas, dejando a sus hijas la gran lección de la CARIDAD SIN FRONTERAS, en la entrega día a día. Una caridad que no muere, que no pasa jamás.

JUAN BONAL

Nace en Terradas (Gerona) el 24 de agosto de 1769, en una familia de hondas raíces cristianas. Tiene una buena formación intelectual para su época, encaminada al sacerdocio, a pesar de su condición de heredero, como primogénito de la familia, según la costumbre del país. Emprende sus estudios de Filosofía en la Universidad Sertoriana de Huesca, de Teología en Barcelona y Zaragoza.


Se presenta en Reus (Tarragona) a las oposiciones convocadas por el Ayuntamiento para las dos aulas de Gramática y es aprobado para profesor de una de ellas. Allí residirá durante siete años, los cinco últimos ordenado ya de sacerdote. Es allí donde nace esa vocación de caridad y entrega hacia los marginados de su tiempo, hacia las necesidades que palpaba cada día en su entorno. Junto a la enseñanza, realiza una intensa actividad caritativa y apostólica: visita enfermos y encarcelados, atiende a niños y jóvenes abandonados.


La caridad con los más pobre y desamparados de su tiempo le atraerá de tal manera, que llegará a renunciar a la enseñanza para dedicarse de lleno al servicio de los enfermos en el Hospital de la Santa Cruz de Barcelona primero, en el de Ntra. Sra. de Gracia de Zaragoza después, a donde llegara en 1804 para establecer en él una Hermandad de Caridad, con vocación de vida religiosa y dedicación a los enfermos y desamparados, quedando él como capellán del Hospital y director de la Hermandad.

Los trágicos sucesos de los Sitios de Zaragoza, hicieron de aquel centro hospitalario un montón de ruinas y durante muchos años, la miseria presidió la vida del Hospital y sus moradores. Para paliarla en lo posible, el P. Juan dedicará el resto de su vida a mendigar de pueblo en pueblo, por gran parte de la geografía española, a lomos de una mala cabalgadura, en interminables y duras jornadas, como limosnero del Hospital de Zaragoza.


Mendigo de Dios por los pobres, pasó por todas partes haciendo el bien, predicando a las gentes sencillas del mundo rural, excitando su fe y caridad, dedicando largas horas al confesionario, impartiendo el perdón y la paz a los que, movidos por su palabra ardiente, acudían a él.
Fueron muchas las fatigas e inclemencias de los caminos, muchas las dificultades que encontró en su ingrata misión de limosnero. Pero nada le hará desistir de una empresa que exigía humildad, caridad y paciencia heroicas, en la que ponía ilusión y constancia sin límites, con total entrega y olvido de sí. Misión que se prolongará el resto de su vida, hasta su muerte en el Santuario de Ntra. Sra. del Salz, en Zuera (Zaragoza), donde solía retirarse para preparar sus veredas. Allí rindió su última jornada acompañado de dos Hermanas de la Caridad, de aquella Hermandad por él fundada, con la que siempre estuvo en comunión de ideales y afecto, de un médico enviado por el Hospital, que tantos beneficios le debía, y de varios sacerdotes. Con plena lucidez y paz recibió los sacramentos de manos del sacerdote de Zuera, mandó celebrar una misa a S. José y el Señor le salió al encuentro el día 19 de agosto de 1829, próximo a cumplir 60 años.

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